miércoles, 29 de abril de 2015

Recordando lo imposible (Prólogo y Capítulo I)

PRÓLOGO


C
uando Emily Lane recibió la carta de su madrastra, supo que sus cuatro años de paz habían terminado. Sabía que tarde o temprano tendría que regresar a casa, pero siempre había deseado que ese momento se retrasara, al menos, un poco más.
—¿Em? ¿Estás bien? —Sophie miró a su amiga y se acercó, preocupada. Era la primera vez que veía a Emily tan pálida y tan sumamente callada.
—Sí, gracias —contestó ella de manera automática y dobló la carta con cuidado de no arrugarla—.Tengo que ir a hacer las maletas, Sophie. ¿Podrías disculparme con las demás?
Sophie contempló a la joven durante unos breves segundos y asintió, pesarosa. Era la segunda amiga que se marchaba de la academia ese mes. Era completamente lógico, por supuesto, ya que la nueva temporada londinense estaba a punto de inaugurarse y todas las jovencitas tenían que regresar a sus hogares.
—¿No vas a despedirte de ellas, Em?
Emily se detuvo en seco y se giró hacia su amiga. Sus ojos azules chispearon con tristeza, pero no llegaron a humedecerse. Sabía que tenía que despedirse de las demás, pues habían sido su familia durante el tiempo que llevaba allí. Pero, el hecho de pensar que no volvería a verlas, se le hacía muy difícil de digerir. Quizá por eso prefería dar el asunto por zanjado lo antes posible.
—No quiero que lo pasen mal —contestó con sencillez y suspiró—.Cuando llegue a casa las escribiré y me disculparé.
—Pero, Em…—insistió Sophie y la cogió de la mano para evitar que se marchara—. No te van a perdonar que te vayas así como así. Sabes que será solo un momento.
—Un momento muy duro para todas—repuso ella y relajó los hombros. Después estrechó la mano de Sophie con cariño y asintió—. Tendré que ir a por pañuelos.
Sophie sonrió con satisfacción y tiró de la joven hacia la puerta del saloncito. Conocía bien a Emily y sabía que si la dejaba sola un momento, se escaquearía. La escuchó bufar tras ella, y no pudo evitar reír entre dientes. Al parecer, Emily había llegado a la misma conclusión, y no parecía hacerle demasiada gracia.
o
La Academia para Señoritas Rosewinter llevaba abierta más de cincuenta años. Era una institución de pago de alto renombre, famosa por su enseñanza de los buenos modales. Allí acudían las hijas de los aristócratas europeos y regresaban convertidas en excelentes modelos de conducta femenina.
Emily llevaba inscrita en Rosewinter desde que tenía trece años. Aún recordaba el largo viaje hasta Escocia, y la sensación de abandono que había sentido cuando su padre se marchó. En aquellos momentos solo pudo hacer pucheros y preguntarse qué había hecho mal. No entendía qué podía haber pasado para que su padre la encerrara allí pero tenía que haber sido muy grave. Quizá si se portaba bien podría volver pronto a casa, pensó y dejó de hacer muecas de inmediato. Cuando minutos después la señorita Hersten apareció para convencerla de que la academia no era tan mala como ella pensaba, se encontró con una niña sumisa y muy tranquila, que deseaba empezar las clases de inmediato. No era la primera vez que ocurría, así que la señorita Hersten no dudó en llevarla a una de las reuniones de práctica.
El primer año de academia fue muy duro para Emily. Rosewinter era un lugar solo para mujeres y eso hacía que se compitiera prácticamente por todo. Pronto se dio cuenta de que si quería encajar con las demás muchachas tendría que aplicarse en todo lo que hiciera, fuera lo que fuera.
Las clases eran largas y monótonas, pero Emily aprendió a disfrutarlas. Por las mañanas bordaba y practicaba el arte de la conversación. A media mañana, las alumnas estudiaban protocolo y aprendían historia. Una hora más tarde, en la comida, las lecciones continuaban y se centraban en los modales en la mesa. Después, todas las jóvenes iban a descansar hasta las cinco, hora del té, donde leían en voz alta y en diferentes idiomas. Por la tarde, antes de las siete, iban a montar a caballo. Tras la cena, todas se reunían en uno de los saloncitos para relajarse de las tensiones del día. Fue allí donde Emily conoció a Sophie, hija de un conde francés, o a Joseline, sobrina de un marqués inglés. Las tres tenían la misma edad, y no tardaron en congeniar. Poco a poco su círculo de amistades se amplió pero a ellas siempre les guardó un lugar especial en el corazón.
—¿Te marchas? —Joseline jadeó horrorizada y se tapó la boca con ambas manos.
Tras ella la señorita Cless frunció el ceño y carraspeó. Durante un momento las tres amigas callaron, hasta que su profesora volvió a girarse.
—Mi madrastra cree que ya es hora de que regrese —contestó Emily con suavidad y se encogió de hombros. No quería hacer un drama de todo aquello. La decisión estaba tomada y nada podía cambiarla—. Vosotras también tendréis que regresar pronto.
Esta vez las tres callaron por propia voluntad. El suave rumor de las declinaciones latinas resonó por las paredes, lo que no sirvió para levantarles el ánimo.
—Por lo menos verás a tus padres, Em. No todo es malo. —La consoló Sophie y sonrió. Sus finos labios se curvaron hacia arriba e iluminaron su rostro, pequeño y  redondo.
—No estoy muy segura de querer verles —confesó ella y clavó la mirada en un punto indeterminado de la mesa.  Uno de los cuidados rizos rubios se agitó y amenazó con estropear su complicado peinado, pero Emily se aseguró de que permaneciera en su sitio. Ese era otro de los reflejos que había adquirido en la academia ya que la elegancia era un pilar clave de su educación.
—No digas eso. —Joseline frunció el ceño y escribió algo en su hoja de papel— Son tus padres.
Emily esbozó una sonrisa divertida y negó con la cabeza.
—Unos padres que no se han dignado en venir a verme en el último año y medio. Me pregunto si serán capaces de reconocerme en la recepción. —dijo y dejó escapar una suave carcajada.
Tanto Joseline como Sophie sonrieron. Era verdad que Em había cambiado. Cuando llegó a Rosewinter era una niña que no destacaba ni física, ni mentalmente. Sin embargo el tiempo había jugado en su favor y la había transformado por completo.
—Imagínate que no lo hacen. —Rió Sophie y sacudió la cabeza. Sin embargo, al escuchar el ronco sonido de la campana su sonrisa se borró, al igual que las de Joseline y Emily— ¿Cuándo tienes que irte?
—Si puedo, esta misma noche. ¿Por qué tan pronto?— intervino Joseline y se levantó junto a las demás para salir del aula— ¿No puedes posponerlo un poco?
Emily frunció el ceño y se encogió de hombros.
—Mi madrasta ha insistido mucho en que sea esta noche. Pero no tengo ni idea de por qué.
—Entonces te ayudaremos a hacer las maletas —decidió Sophie y se encaminó al lado oeste de la mansión, allí donde se situaban las habitaciones de las alumnas de último curso—. Así pasaremos más tiempo juntas antes de… bueno, eso.
—Puedes decir que me voy, no es el fin del mundo. —Emily sonrió forzadamente y siguió a sus dos amigas. No tenía ni idea de cuándo volvería a verlas, y aunque intentaba por todos los medios no pensar en ello, sentía que la presión en su pecho iba creciendo poco a poco.
El pasillo que recorrían cada día les pareció más corto que de costumbre e incluso tuvieron la sensación de que las escaleras tenían menos escalones. La partida de Emily era inevitable, y todas lo sabían. Sin embargo no se dejaron llevar por la melancolía. Si algo caracterizaba a aquel trío era su facilidad por cambiar las cosas, por encontrar algo bueno en todas las situaciones.
Pronto se vieron empaquetando vestidos y medias, zapatos y joyas, y todo lo que tenía Em en la habitación, mientras rememoraban sus cuatro años de amistad. Había muchas cosas sobre las que hablar, tantas, que cuando se dieron cuenta el sol había desaparecido.
Emily suspiró y miró a su alrededor. Las maletas se amontonaban junto a la puerta de su habitación, donde se había reunido un grupo de curiosas. Sonrió, se acomodó el vestido hasta que no quedó una sola arruga y mandó buscar a un mozo que la ayudara a llevar todo al carruaje que ya habían preparado para ella.
Por lo visto, la directora de la Rosewinter, la señorita Flynn, ya se había encargado de todo.
Emily se marchaba y ya, no había vuelta atrás.







Capítulo I
G
eoffrey gruñó por lo bajo e intentó ajustar el nudo de su corbata. No tuvo mucho éxito,  por lo que maldijo, tiró la ésta sobre la cama y dio un trago a la petaca que había sobre la mesa. El alcohol del brandy abrasó su garganta durante un momento y calmó el violento temblor de sus manos. Después abrió el armario y buscó otra corbata entre la poca ropa que le quedaba.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien le había invitado a una reunión social. Si mal no recordaba… casi un año. Exactamente desde la boda de sus mejores amigos. Era impresionante lo rápido que pasaba el tiempo. Parecía que la boda hubiese sido ayer… Geoffrey suspiró con melancolía y terminó de vestirse. Metió la camisa blanca por dentro de los pantalones y se colocó el chaleco azul celeste de manera que no hubiera ni un solo pliegue fuera de lugar. A fin de cuentas iba a una reunión de aristócratas y no a un bar cualquiera.
Geoffrey sonrió para sí con nerviosismo y bajó las escaleras ayudándose de su bastón, aunque aún no se acostumbraba a llevarlo. Después escogió una botella de la despensa, la descorchó y vertió parte de su contenido en la petaca. Siempre venía bien ir preparado... Nunca sabía cuándo iba a necesitar un trago, así que prefería llevarlo encima. Marcus no estaba de acuerdo, por supuesto, pero ahora que estaba casado tenía otros problemas en los que pensar.
El reloj de pared dio las ocho y, en ese momento, la puerta de su casa se abrió. Uno de sus criados, uno de los pocos que le quedaban y que ahora hacía de mayordomo y cochero, entró y le sonrió pausadamente.
—Está todo listo, milord.
—Perfecto, James —contestó y se acomodó un mechón de pelo rubio tras la oreja. Desde la guerra había descuidado más su aspecto y se había dejado el pelo por los hombros. Sabía que iba a llamar la atención de todos modos, y así gastaba menos dinero en tonterías y más en brandy.
James esperó a que Geoffrey saliera de la casa y subiera al carruaje. Éste no era el mejor del mundo y era evidente que había pasado épocas mejores. Pero era el único que les quedaba, al menos hasta que Geoffrey se decidiera a venderlo también. James sacudió la cabeza y subió al pescante. Después se abrigó todo lo que pudo y espoleó a los caballos en dirección a la propiedad de los Laine, Whisperwood, donde tendría lugar la fiesta.
Tardaron muy poco en llegar, ya que su destino estaba prácticamente en mitad de Londres. Era un caserón muy elegante y, en aquellos momentos, estaba lleno. Como era costumbre en aquel tipo de celebraciones el patio delantero estaba lleno de carruajes y de caballos que piafaban nerviosos. Geoffrey se asomó a una de las ventanillas y picado por la curiosidad, buscó aquellos escudos que reconocía. Vio a los Kingsale, a los Jefferson y por supuesto, a los Meister, sus mejores amigos, que, precisamente en  en esos momentos se acercaban a la puerta cogidos de la mano. Geoffrey apartó la mirada al sentir una punzada de dolor en el pecho. Verlos juntos siempre le recordaba a Judith y al tiempo que había pasado con ella antes de su muerte. No podía evitar pensar que ellos eran tan felices como lo había sido él… y eso lo llenaba de envidia, por mucho que le pesara.
Un suave golpe en el carruaje le trajo de nuevo a la realidad. James abrió la puerta e hizo amago de ayudarle a bajar, pero Geoffrey gruñó y bajó por su propio pie. No era ningún lisiado, y le molestaba mucho que le trataran como tal. No había nada peor que sentir sobre él miradas de compasión y lástima. Bufó sonoramente y estiró su pierna derecha hasta que sus músculos se relajaron. El dolor fue atroz, pero no consintió en apoyarse en el bastón. No quería que el resto del mundo se enterara de que tenía una rodilla destrozada. Suficiente sabían ya de su vida como para añadirle más dramatismo, pensó y entró en la casa todo lo rápido que pudo.
El salón principal estaba abarrotado de personas, como era de imaginar. Condes, duques, barones… todos se movían unos alrededor de los otros, como aves de presa buscando algo sobre lo que abalanzarse. 
Geoffrey se estremeció y bajó las escaleras intentando disfrazar su cojera en la medida de lo posible. No tenía hambre, así que obvió la parte del salón donde estaban las viandas. Decidió que ya iría más tarde, cuando hubiera bebido un par de copas. Pero lo primero era lo primero. Tenía que saludar a los Laine, los anfitriones de la fiesta. Era a su hija Emily a quien dedicaban la celebración, por lo que al menos tendría que hacer acto de presencia. Rápidamente escudriñó a la multitud y sonrió. Vio a los Laine de espaldas y justo a su lado a Marcus y Rose. Como siempre, Marcus se le adelantaba en todo.
Exasperado y divertido a partes iguales, Geoffrey sacudió la cabeza y se acercó a ellos.
—Está claro que esta mujer se ha empeñado en desafiar todo lo que creo. —Marcus rió suavemente y  acarició a Rose con ternura. De pronto sintió un suave golpe en el hombre y se giró. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro y se apartó de su mujer, que también sonrió—. Vaya, pensé que te habías perdido, Geoff.
—No es tan fácil perderme, Marcus —contestó él y miró a sus anfitriones—. A ver si te crees que porque estemos un poco lejos de mi casa voy a... —Se detuvo bruscamente y parpadeó. Su mirada se desvió rápidamente de los Laine y recayó en la muchacha que les acompañaba. Rubia, de grandes ojos azules y con rasgos de ángel. Geoffrey retrocedió un par de pasos bruscamente y palideció. No, no podía ser—. Judith… —susurró sobrecogido y se aferró al bastón con tanta fuerza que los nudillos se volvieron blancos.
La muchacha sonrió y le miró con curiosidad. Parecía que él quería decir algo, pero que no se atrevía a dar el paso. Su sonrisa se tornó mucho más amable y suave.
¿Geoffrey? —La voz de Rose le llegó desde muy lejos, pero sonaba realmente preocupada—. Creo que no os conocéis. Lady Laine… —Rose miró a la joven y sonrió—. Él es Geoffrey Stanfford, barón de Colchester.
Geoffrey asintió levemente, pero no fue consciente de lo que estaba haciendo. El dolor le recorría en grandes oleadas y no era capaz de articular una sola palabra. No podía ser. Simplemente era ilógico y demencial, pero… aparentemente cierto. Allí estaba, mirándole con esos ojos que tan bien conocía. No podía creerlo ni dar crédito a lo que estaba viendo, simplemente era incapaz de pensar que Judith había vuelto. Había pasado cuatro años enteros de su vida visitando su tumba para llorarla, para despedirla y ahora… la tenía delante de sus ojos.
—Es un placer conocerle, milord. —Emily sonrió con suavidad, tal y como había aprendido en la academia, e hizo una reverencia perfecta. Sin embargo, cuando volvió a levantar la mirada, se ruborizó. Nunca había visto una mirada tan intensa como la de aquel hombre, y menos si iba dirigida hacia ella. Un cosquilleo la recorrió de golpe y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para continuar hablando sin parecer tonta—. ¿Cómo está?
Definitivamente aquella voz no era la de su Judith.  La de lady Laine era mucho más suave y aguda, y no le llegaba tan hondo como la de su mujer. Sin embargo, no podía dejar de mirar a la joven, por mucho que le pesara.
Geoffrey tragó saliva desesperadamente y trató de recobrar la compostura. Si no lo hacía empezaría a balbucear como un niño, y eso era lo último que necesitaba en aquellos momentos.
—Es… un placer, lady Laine —musitó levemente y se forzó a coger la mano que ella le ofrecía. Malditas costumbres inglesas, maldijo para sí y besó con suavidad los nudillos de Emily. En el mismo momento en el que sintió la piel de la joven contra sus labios, su cabeza se llenó de recuerdos, de imágenes de Judith, de sus sonrisas y miradas. Una oleada de dolor le recorrió con tanta fuerza que la soltó bruscamente y se incorporó. Tenía que salir de allí en cuanto antes y beber algo. Algo fuerte, a ser posible—. Bienvenida de nuevo a Londres.
—Gracias, milord. —Emily sonrió con suavidad y retiró la mano. Se le hacía raro sentir los labios de un hombre sobre ella, pero no podía negar que era una sensación muy agradable. Incluso si ese roce era breve y casi obligado—. ¿Hace mucho que se conocen, milord?—preguntó y miró a Marcus y a su mujer, que estaban completamente pendientes de Geoffrey.
—Sí, desde hace varios años. —Marcus intervino con rapidez al ver la alarmante palidez de su amigo. Él también se había dado cuenta del notable parecido que tenía Emily con Judith, y sabía que Geoffrey no estaba pasando por un buen momento. Tenía que sacarle de ahí antes de que se derrumbara… o antes de que hiciera alguna tontería—. Si me disculpan, acabo de recordar que Geoffrey y yo teníamos un asunto pendiente de máxima urgencia.
Geoffrey parpadeó rápidamente, confuso, pero al ver la mirada decidida de Marcus, asintió. Al menos sería una buena excusa para salir corriendo de allí. Sin embargo, no pudo evitar echarle una última mirada a Emily. Era joven, mucho más que él, pero había algo en ella que le descolocaba completamente.
—¿Y tienen que hablar de trabajo en un día como hoy? —La estridente voz de Josephine resonó con fuerza, como siempre que ella hablaba. A su lado, Em sacudió la cabeza de manera imperceptible, molesta.
—Déjales, querida. Los negocios son los negocios. —El padre de Emily, Chistopher, sonrió y apuró su copa de vino. Un par de gotas cayeron sobre su camisa, pero nadie pareció notarlo o al menos, nadie hizo mención a ello.
Marcus sonrió brevemente y miró a su mujer. Rose enarcó una ceja y carraspeó con sutileza. Al parecer ella también se había dado cuenta de que Geoffrey tenía que salir de allí.
—Me temo que es muy urgente, milady. —Marcus apoyó una mano sobre el hombro de Geoffrey y tiró de él—. Pero no se preocupe, no dejaremos a su hija sola durante mucho tiempo. Es más, creo que disfrutará mucho charlando con mi mujer. Y ahora, si me permiten… ¿Nos presta el estudio o la biblioteca, Laine? Será solo un momento.
—Claro, es aquella puerta del fondo. —Cristopher señaló una dirección con uno de sus rollizos dedos—. Aunque les va a resultar difícil hacer negocios con medio Londres saludando. Y no se preocupe por el tiempo, Meister. Intentaré soportar estoicamente la compañía de estas tres adorables damas.
Marcus rió brevemente e hizo un gesto de despedida. A su lado Geoffrey le imitó, aunque su gesto no fue tan fluido como el de él. Después se giró precipitadamente y le siguió a grandes pasos hasta que ambos desaparecieron tras la puerta.
o
Emily  siguió con la mirada a ambos hombres hasta que cruzaron la puerta. Después sonrió con amabilidad y miró a la mujer que había venido con Marcus. En comparación, era mucho más joven que él pero el brillo enamorado de sus ojos decía que a Rose no le importaba. No era demasiado alta, ni tenía nada que ver con el canon de belleza clásica. Y, sin embargo, parecía feliz pese a sus defectos. Una oleada de simpatía hacia aquella mujer recorrió a Emily, que se giró hacia ella, sonriente.
—Será un placer hablar con usted, milady. Acabo de llegar de Glasgow, y aún no conozco mucha gente.
—Ya la conocerás, Em. —Josephine se acomodó los guantes sobre sus gastadas pero elegantes manos y miró a su hijastra—. De hecho, de eso mismo quería hablarte.
—¿De conocer gente, madre? —preguntó con extrañeza y frunció el ceño durante un brevísimo momento. Sin embargo fue suficiente para que su madrastra se diera cuenta.
—No frunzas el ceño, Emily. —La regañó y puso los ojos en blanco— .¿No te han enseñado nada de modales en  Rosewinter?
Emily abrió la boca para contestar, pero un gesto de Josephine la detuvo.
—Da igual, prefiero que no me lo digas.
—¿Rosewinter es la academia a la que ha ido, Emily?—Rose intervino con rapidez y miró a la joven intencionadamente. La mujer vio con satisfacción como ella suspiraba aliviada y como se relajaba notablemente.
—Sí, milady. He estado cuatro años allí, desde que cumplí los trece.
—¿Y por qué tanto tiempo? He de imaginar que un solo año allí debe costar una fortuna —comentó Rose y desvió la mirada de Emily para buscar a sus anfitriones: lord Laine rellenaba su copa de nuevo y su mujer se abanicaba con desgana, a pesar de que no hacía calor en la sala.
—¿Una fortuna? Dos, cada año. Pero mi hija se merece lo mejor. ¿No es así? —Cristopher hizo una mueca a modo de sonrisa y acarició torpemente  la mejilla de Emily.
—Mis padres pensaron que una buena dama debe instruirse durante muchos años y que ningún lugar en Londres me ofrecía esa posibilidad —explicó Emily y sonrió con amabilidad. Ni ella misma entendía por qué había tenido que estar tanto tiempo allí, pero no se quejaba. Gracias a ello había encauzado su vida de una manera diferente al de otras jóvenes de su edad—. En Glasgow nos daban todo aquello que necesitábamos.
Rose asintió conforme y apuró su té. Ella misma había deseado que sus padres hubieran sido un poco parecidos a  los de Emily para haber contado con esa clase de lujos. No le había ido mal sin ellos, por supuesto, pero era cierto que hubiera agradecido cierta ayuda.
—En Rosewinter hacen verdaderas maravillas —comentó Josephine y dejó el abanico de lado para mirar a Emily—. Es el mejor lugar para que una jovencita se prepare para el matrimonio.
Emily se forzó a sonreír con toda la alegría que era capaz de fingir. La sola idea del matrimonio la aterraba, porque había sido educada para temerlo. Para ella una boda era una limitación a su vida y a su libertad, especialmente si no se casaba por amor. Y, sin embargo, aceptaba estoicamente que tendría que hacerlo. Tarde o temprano vería su vida ligada a la de otra persona, y era mejor ir haciéndose a la idea. Si algo había aprendido en Rosewinter era que el deber estaba por encima de todo. Y su actual deber era obedecer a sus padres…quisiera o no.
—He oído, milady,  que se casó no hace mucho.
Rose sonrió ampliamente y asintió.
—El mes que viene hará un año, sí. Por eso yo tampoco conozco mucha gente, porque apenas he salido de casa. —Rió suavemente y obvió las miradas escandalizas de sus anfitriones. Rose estaba acostumbrada a ese tipo de miradas, y con el tiempo se había acostumbrado a destacar en los círculos sociales.
—Esperemos que Emily se sume pronto a la lista de recién casados —intervino Cristopher y sonrió de manera ladina—. Es una jovencita preciosa, y aunque hemos intentado reservárnosla, no nos queda otro remedio que pensar en lo mejor para su futuro.
Emily se apresuró a asentir y a sonreír a su padre. Sin embargo su sonrisa no tardó en apagarse. Soy como el ganado, como una maldita yegua de cría, pensó y su habitual gesto de sumisión se deshizo durante un breve momento. No podía evitar pensar que su matrimonio favorecería más a sus padres que a ella misma.
—Yo también deseo casarme pronto, padre. No soportaría la vida de soltera durante mucho tiempo—mintió y trató de volver a sonreír, tal y como había estado practicando durante las largas tardes en Rosewinter.
—Pero… —Rose frunció el ceño y sacudió la cabeza, contrariada. Sin embargo no consiguió terminar la frase, ya que fue bruscamente interrumpida por Josephine.
—Lo mejor para una jovencita de la alta sociedad es casarse pronto y bien —contestó y miró a Rose de reojo. Todos los que estaban allí reunidos conocían el escándalo de los Meister, pero nadie decía nada sobre el tema. De hecho todo el mundo parecía apreciar mucho a Rose… a pesar de todo—. Por eso mismo, Emily, quería presentarte a lord Sutton, lord Mirckwood y lord Busen. Todos ellos son muy buenos partidos.
Al escuchar esas palabras, tan duras y tercas, Emily se forzó a no poner los ojos en blanco. Sabía que si lo hacía se ganaría una reprimenda por parte de su madrastra y era lo último que necesitaba. Suficiente tenía ya con saber que sus padres querían casarla de inmediato. Maldita fuera, no hacía ni un día que había llegado de Glasgow y ya estaban buscándola otro lugar donde encerrarla. Una profunda oleada de tristeza la recorrió, pero Em supo mantener su suave y falsa sonrisa.
—Y yo quiero tener nietos pronto —añadió Cristopher y sonrió brevemente—. No hay nada mejor que tener a un montón de pequeñuelos correteando por casa.
—Completamente cierto —corroboró Josephine y su cínica sonrisa se amplió.
Rose frunció el ceño, aunque trató de que sus anfitriones no se dieran cuenta de la indignación que la recorría en grandes oleadas. Por el amor de Dios, ¡tenían a Emily como si fuera un maldito florero!  Molesta, resopló discretamente y se tragó todo el veneno que amenaza con enturbiar sus palabras. Se limitó a consolar a Emily con una sonrisa de apoyo.
—Creo que aún es pronto para pensar en eso, madre. —Em sonrió brevemente y apretó su ridículo con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Pero no podía dejarse ir. No era propio de una dama. Tenía… tenía que tranquilizarse y seguir con la conversación, la llevara donde la llevara. Decidió que la manera más fácil de salir de ese vórtice de preguntas, era, precisamente, con otra. Por eso se giró hacia Rose y le devolvió la sonrisa—. ¿Y usted, milady? ¿Ha pensado en tener hijos?
Rose sonrió para sí y su mano derecha se apoyó discretamente su vientre. Aún estaba muy plano y el vestido que llevaba era demasiado amplio como para que alguien se diera cuenta de su pequeño secreto. Un estremecimiento de felicidad la sacudió e hizo que su sonrisa se ampliara.
—En realidad…, Marcus y yo estábamos pensando en organizar una pequeña fiesta para anunciarlo, pero ya que me lo pregunta con tanta amabilidad...sí, amigos míos, estoy embarazada.
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Marcus cerró la puerta de la biblioteca con rapidez y se giró hacia Geoffrey con preocupación. Su amigo estaba mortalmente pálido y parecía que iba a derrumbarse de un momento a otro.
—Geoff, mírame. ¿Estás bien?
Geoffrey dejó escapar un breve gemido y se dejó caer en el primer sillón que vio, agotado.
—Es… joder, idéntica a ella, Marcus. Esa mujer es...—Enterró la cabeza entre las manos y trató de contener los violentos temblores que le recorrían. No lo consiguió, así que se limitó a pensar en lo bien que le vendría un trago—. Necesito una copa, por amor de Dios.
Marcus se giró alarmado y negó con la cabeza.
—Geoffrey, llevas semanas sin beber, no lo vayas a estropear ahora —suplicó y se acercó a su amigo. El dolor y la desesperación que emanaba Geoffrey era tan intenso que Marcus sintió una fuerte presión en el pecho.
 Al escucharle, tan convencido e inocente, Geoffrey dejó escapar una carcajada amarga y rescató su petaca, llena hasta los topes, del chaleco.
—Sí… semanas —musitó con ironía y bebió un largo trago. El alcohol bajó por su garganta y le abrasó con fuerza, aunque a Geoffrey no le importó. Llevaba mucho tiempo bebiendo como para no estar acostumbrado a esa desagradable sensación.
—¡Escúchame, Geoff! Ella es… solo parecida. Emily Laine no es Judith, por mucho que se parezcan. ¿No te das cuenta, viejo amigo? —Marcus suspiró y se pasó una de las manos por el pelo, desolado—. Intenta calmarte, por lo que más quieras. ¿Quieres que vaya a buscar a Rose? A ella se le dan mejor las palabras…
Geoffrey asintió con un breve cabeceo y dejó que Marcus le quitara la petaca de las manos. Ni siquiera tenía fuerzas para resistirse. Todo él temblaba con fuerza, como si estuviera en la calle en mitad de una tormenta.
—Es… como una pesadilla, Marcus. Es como si ahora que empiezo a recuperarme… ella volviera. Yo… yo… ¿Crees que es porque empezaba a olvidarla? ¿Por eso lady Laine es tan parecida a ella? ¿Para castigarme?
—Geoff… Judith nunca sería tan cruel. Ha sido solo una casualidad. —contestó Marcus, aunque ni siquiera él estaba convencido. Por el amor de Dios, aquella mujer era un clon de Judith, se viera por donde se viera. Era lógico que estuviera tan trastornado—. Espera aquí, yo… voy a buscar a Rose.
Geoffrey asintió, pero no fue consciente de que Marcus se marchaba. A su alrededor todo parecía desdibujarse y no sabía si era por el dolor que sentía o por las lágrimas que enturbiaban su mirada. ¿Por qué, Judith? ¿Por qué me estás haciendo esto?, se preguntó y enterró la cabeza entre las manos. Sabía que se merecía todo aquello. A fin de cuentas… él había matado a su mujer. Y si ahora ella volvía para recordarle su culpa, él lo asumiría, como siempre. Como llevaba haciendo desde el principio. Como continuaría haciendo a partir de ahora.
Marcus salió de la biblioteca todo lo rápido que pudo. La fiesta seguía su rumbo y la gente continuaba ajena a todo lo que pasaba tras las paredes. Y eso, en cierta manera, era un alivio. No tenía ganas de explicar por qué el barón de Colchester había desaparecido de escena tan abruptamente. Suficiente tenía ya con desmentir los muchos rumores que corrían sobre él. No servía de nada, por supuesto, pero tenía que intentarlo. No sería un buen amigo si lo dejara pasar. 
El sonido de la música fue envolviéndolo conforme se acercaba al centro de la sala. Su mujer continuaba rodeada de los Laine, y al verla, sintió una oleada de ternura. Aún no sabía cómo dar las gracias por tenerla, pero seguía buscando la manera correcta de hacerlo.
—Rose, querida… —Marcus sonrió a todos los presentes y enlazó su mano con la de ella, aunque con ello se ganó un coro de miradas reprobatorias—. ¿Puedes venir a la biblioteca un momento? Si a lord Laine no le importa, por supuesto. Pero creo que hay varios libros que te interesarían. —continuó y le dedicó a Rose una mirada cargada de significado.
Rose abrió mucho los ojos y asintió discretamente. Después se giró hacia los Laine y les sonrió a modo de disculpa.
—Oh, eh… disculpad a mi marido, pero siente la misma pasión que yo por los libros exóticos. —Consiguió decir mientras Marcus tiraba de su manga con suavidad. Rose dejó escapar un breve bufido y se alejó un par de metros de sus anfitriones—. Por el amor de Dios, Marcus, ¿qué se supone que pasa?
—Es Geoffrey.  Está… —Marcus sacudió la cabeza y rezó para que la botella de brandy que había en la biblioteca siguiera en su sitio—. …bueno, ahora le verás, pero no va a ser agradable, pequeña.
—Pero… espera, Marcus. —Rose se detuvo y se mordió el labio inferior, como hacía cada vez que estaba extremadamente nerviosa—. Explícamelo antes de que entre.
Marcus suspiró y miró de reojo la puerta que tenía a su espalda.
—Esa chica… Emily, no sé cómo no me he dado cuenta antes, pero es, literalmente, la viva imagen de Judith. Ya puedes imaginarte cómo le ha sentado a Geoffrey.
Rose palideció y asintió secamente antes de abrir la puerta de la biblioteca. Sabía cómo le había afectado a Geoffrey la muerte de su mujer. Había hablado con él las suficientes veces como para adivinar el vacío que había dejado… y el dolor que aún le corroía. Un breve pero intenso estremecimiento de pena recorrió a la joven, que se apresuró en entrar.
—¿Geoff?
Geoffrey levantó la mirada y se secó los ojos con brusquedad. Por nada del mundo quería que alguien le viese llorar y mucho menos aquellos que le conocían. Eso lo dejaría para luego, cuando estuviera entre las cuatro paredes desnudas de su habitación.
—Siento lo patético de la situación, Rose—musitó en voz muy baja y esquivó su mirada. Curiosamente esta terminó encontrándose con una botella de brandy sin abrir. El doloroso anhelo de beber un trago hizo que se le encogieran las entrañas.
—No digas estupideces. —Rose sacudió la cabeza y se arrodilló frente a él, para estar a la misma altura. Sus ojos se cruzaron durante un breve momento y la soledad que vio en los de él la estremeció—. ¿Estás bien?
Geoffrey sacudió la cabeza y apretó los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
—Si me hubieran dado un mazazo en el pecho… hubiera sido menos doloroso —contestó, en apenas un susurro—. Ha sido demoledor.
—Pero… sabes que no es ella ¿verdad? —Rose miró a su marido, angustiada—  No es Judith, es otra mujer.
—Lo sé de sobra, Rose. Pero eso no implica que me destroce ver un jodido retrato suyo.
Rose suspiró y le cogió cariñosamente de las manos. Geoffrey tenía las manos heladas, y no podía contener los temblores de la abstinencia. La joven apretó con más decisión los dedos entre los suyos y le dedicó una leve sonrisa.
—Tienes que ser fuerte. Tienes que continuar como has hecho hasta ahora. Sabes tan bien como yo que los problemas no desaparecen de la noche a la mañana. Lidia con ellos, Geoffrey.
—Si fuera tan fácil… —Geoffrey sacudió la cabeza y acarició con el pulgar el guante de seda que llevaba Rose.
—Nadie dijo que lo fuera. —intervino Marcus y se acercó a ellos—. Es hora de volver, Geoffrey. No puedes esconderte aquí hasta que se vayan tus fantasmas.
Rose asintió de acuerdo con su marido y se incorporó. Geoffrey no levantó la cabeza, ni hizo amago de querer levantarse.
—Emily Laine no ha vuelto de Glasgow para castigarte, Geoffrey. No lo olvides, por favor. —Rose suspiró y regresó junto a su marido aunque no pudo evitar que la compasión se reflejara en sus ojos.

Geoffrey asintió más para sí que para nadie y apenas fue consciente de que la pareja salía de la habitación. Las sombras de su pensamiento se volvieron más oscuras y se aferraron a su pecho, a su corazón. El dolor se hizo aún más patente, y la desesperación por beber aumentó. Judith…, musitó para sí y acarició la petaca distraídamente. Solo necesitaba un trago para olvidar ese nombre. Un trago tras otro, y esas letras que tanto daño le hacían se difuminarían en el olvido. 


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