domingo, 8 de febrero de 2015

#Reto 2 (Realismo) La picardía de la música

Seguimos con los retos de FJE, el foro al que soy adicta. Hoy, nos metemos de lleno en la historia... y en la música.
¡Espero que os guste!

#Reto 2 

Pautas: 

El reto consiste en escribir  un relato que recree algún momento de la vida de Jospeh Haydn, ya sea de su infancia, sus años como sirviente, su visita a Londres... pero no a modo de biografía, sino como un relato. También hay que hacer referencia a alguna de sus composiciones.


La picardía de la música 




La música resonaba por la sala con intensidad. Cada compás, cada instante, cada nota, reverberaba por la habitación, con tanta fuerza y hermosura que todo se estremecía bajo su lenta caricia. Incluso cuando ésta se tornaba más brusca y violenta, se veía la belleza implícita en cada movimiento. Era fascinante, como solo Mozart podía serlo y como solo él mismo podía verle. Quizá otro, más necio y estúpido, menos sabio y más arrogante pudiera verlo de otra manera. No así él, que agradecía profundamente el momento en que ambos caminos se encontraron.
Haydn sonrió, aún desde la puerta. No la cerró tras él, como acostumbraba, sino que se quedó en el marco, absorto en lo que oía y sin ánimo alguno de interrumpirle. Solo cuando, diez minutos después, la música se deshizo en dulces volutas, cerró la puerta.
—No sé si darte los buenos días o, directamente, la enhorabuena —saludó, con una sonrisa breve, que fue correspondida por una estentórea carcajada. Después se acercó a él y le estrechó la mano con fuerza, como hacían cada mañana al verse.
— Un poco de ambas y mi mañana será perfecta —contestó, burlonamente, mientras anotaba en la partitura otro conjunto de semicorcheas que, bajo la mirada de alguien que había convertido su piano en amante, parecían absurdamente fáciles.
—Un poco... sencilla, ¿no crees? —Haydn se sentó junto a él, utilizando el escaso espacio disponible para coger la partitura cómodamente. Le dio un codazo para apartarle, escuchó su gemido ahogado y sonrió, muy complacido consigo mismo—. Es muy bonita al oído,pero, amigo... como descubran la partitura estás perdido. Esto parecen los desvaríos de un criajo de teta. No tiene complicación técnica ni...
—¿Le nozze di Figaro, sencilla? —barbotó, incrédulo. Acto seguido y movido por la más profunda indignación, le arrancó la partitura de las manos para acunarlas contra su pecho, como un padre primerizo que protege su creación—. ¿Y qué me dices de ti? Tú última... melodía, si se le puede llamar así, tampoco era gran cosa.
Escuchó su respuesta con una sonrisa ladeada que, de ser de otra manera, se hubiera tornado en carcajada desde el primer momento. Ver allí, frente a él, la incomodidad y el desconsuelo de uno de los grandes músicos del momento, se le antojaba gracioso y absurdo, más aún teniendo en cuenta de que solo había sido una broma. Precisamente por eso, ahondó más en la herida. Por mera diversión.
—Ah, Wolfy... —Haydn sonrió al ver cómo se tensaba al reconocer el apodo por el que su madre, muy cariñosamente, le llamaba—. Esto no puede considerarse, ni en tus sueños, algo tan complejo como La reina, que, como sabes, es mi octogésima quinta sinfonía. Quizá deberías aprender de mí —continuó, burlonamente.
Mozart se levantó, airado, y guardó las partituras en una carpeta que yacía abandonada sobre el negro del piano. Después se giró hacia su amigo, insolentemente, con un brillo en la mirada que desprendía fuerza, determinación. Como si la forma de una idea hubiera anidado en él durante mucho tiempo y  hubiera elegido ese preciso instante para despertar.
—Bien —musitó, con su cadente y tranquila voz, ahora convertida en una confusa y dulce amenaza—. Puede que tengas razón y que tenga que dedicarme a hacer cosas mucho más serias. Precisamente por eso, amigo... —remarcó esa única palabra con fuerza, hasta que la sonrisa de Haydn se amplió mucho más, subrayando también ese gesto burlón tan característico de esa mañana—. Tengo algo que puede gustarte. Algo que, para tus habilidades maestras, debe ser mortalmente sencillo. Pero¿qué se le va a hacer? No todos podemos dedicarnos a la música, ¿verdad, Joseph?
—Completamente de acuerdo. Wolfy.
El silencio pareció caer como una tormenta de primavera: violento, tenso, expectante. Durante lo que parecieron horas, y que solo fueron unos segundos, se vio el reto plasmado en cada mirada, en cada nimio gesto. Se palpó la rivalidad latente, la superioridad del ego por encima de otros sentimientos más brillantes.
Fue el dulce sonido de las hojas al ser removidas lo que se impuso a ese silencio. Una nueva partitura, sin nombre, sin atención, reposó sobre el atril de madera que soportaba el resto de melodías.
No se necesitó de más palabras, ni de más impulsos que llevaran a tocar, a probar y demostrar, pues los ágiles dedos del pianista se apoyaron sobre las teclas, dulcemente. El sonido brotó con intensidad, con la fuerza de la magia que llevaba implícita en cada movimiento. La música resonó de nuevo, llenando cada rincón de notas que se esparcían con maestría y sencillez. Con demasiada sencillez.
Haydn sonrió a cada compás, a cada giro que solventaban sus bien entrenados dedos. Cada nota era una burla para su intelecto, para su afán de mejorar pues no había reto en ellas, ni en esa página tan pulcramente creada. Tras él, a pocos metros, Mozart sonreía con bravuconería, expectante de un final que no tardaría en llegar.
La primera página del libreto terminó con la excelencia brindada por los dedos ajenos a su creador. Y fue entonces, con el inicio de un nuevo compás  que nacía de la tinta, cuando Haydn descubrió un nuevo nivel de técnica. Sonrió, complacido, y dejó que sus manos volaran por las teclas blancas, con rapidez, con soltura, a pesar de los giros repentinos de la melodía. Paso a paso, lenta y deliciosamente, la melodía creció y se expandió, al ritmo vertiginoso que las notas requerían.
Una gota de sudor resbaló por la mejilla de quien tocaba, breve indicio de que el reto era eso, una complicación y no solo una broma de quien, hasta ese momento, creía su amigo. Maldito momento y maldita jugada.
Otra página cayó, rápidamente y con brusquedad. La música ahora era intrépida, brusca y lleno de movimientos imposibles que solo alguien con años de práctica a la espalda podía salvar. Ahora a la derecha, ahora a la izquierda, ahora semicorcheas en agudo y un acorde de blancas en grave. Un silencio, un movimiento lento... y otra vez frenesí y locura. Otra vez problemas y delicia, de nuevo disfrute demencial. Era mágico, sencillamente.
La breve e intensa sonrisa de Mozart, que se había movido hasta colocarse frente a él, le indicó que el final estaba cerca. Redobló sus esfuerzos con la naturalidad que el reto le otorgaba, sonrió precariamente y guió sus manos a ambos extremos: acorde a la derecha, acorde a la izquierda... y, de pronto, un obstáculo. Uno insalvable. Imposible. Una única nota, en mitad de la belleza del canon de gravedad y dulzura. Un solo la, inclemente, que no podía alcanzar y que, evitaba con su presencia, que terminara la composición. Su corazón, agitado, bailoteó cruelmente y le hizo gemir en su fuero interno. No iba a conseguirlo. Nadie podría, en realidad, pero eso no le daba ningún consuelo. ¡Maldita fuera la estupidez del compositor! ¿Cómo podía estropear una melodía como esa con un compás imposible de tocar?
La música terminó, bruscamente, con un golpe sobre las amargas teclas que chirriaron en protesta.
—¡Es imposible, Mozart! —estalló, incapaz de no hacerlo—. ¿Cómo has podido estropear una sinfonía tan condenadamente hermosa? Te creía inteligente, amigo mío, pero veo que me he equivocado.
Mozart sonrió aún más ampliamente, se acercó a él, le dio un amistoso golpe en el hombro y ocupó el lugar que acababa de abandonar, frente al piano. Después se humedeció los labios, volvió a la primera página y empezó a tocar, frente a la atónita mirada de Joseph. Como minutos antes, la música retomó su expansión por la sala, acostumbrada a sus arremetidas. La magia también regresó, como había hecho en manos de Haydn. Cada movimiento imitó la perfección, mientras el tiempo y las páginas pasaban inexorablemente.
De nuevo, su corazón se estremeció y latió al compás de las notas que vibraban con intensidad. Movimiento a derecha, movimiento a izquierda... y esa última y absurda nota que nadie había tocado nunca.  Vio a Mozart mover su mano al agudo, pulsarlo, abrazarlo, mientras el ronco sonido de las graves brillaba con fuerza. Y fue, en ese preciso instante, cuando vio que solo alguien como él podía ser tan increíblemente perfecto. Fue apenas un momento, pero esa nota que nadie quería tocar y que él, sencillamente, había sido incapaz de acariciar... fue tocada, culminando así la belleza de la  pieza.
—¿Y bien? —Mozart se giró, con una amplia sonrisa.
—Ignoraba que con la nariz también se pudiera tocar —siseó Haydn, consumido por la incredulidad, la ira y la más pura admiración—. ¿Puedes tocar con algo más, estúpido?
Mozart rompió a reír, sin poder evitarlo. Después se levantó, pasó un brazo sobre sus hombros y suspiró, teatralmente.
—Si te lo dijera, perdería mi magia.
—¿A eso le llamas magia? —Haydn sonrió, muy a su pesar. Había sido derrotado en su propio juego y, aunque le costara admitirlo, le gustaba.
—En realidad...no. Es algo  mucho más simple que eso. —Se detuvo, colocó la partitura con cuidado junto a las demás y cerró la tapa del piano—. A eso... le llamo picardía. La picardía de la música.
Y sonrió. Inevitablemente.








3 comentarios:

  1. Impresionante. Poco más puedo decirte. solo que me ha impresionado. Por un momento he estado a punto de oír el piano. ¡Señor! ¿Qué partitura estaba tocando?

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  2. Hola por aqui:
    Buenísimo, me ha gustado mucho. Ha sido impresionante ese duelo de genios y esa amistad implícita en cada palabra, cada gesto , por supuesto en cada nota musical.
    Enhorabuena

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  3. Hola muy lindo y emotivo tu relato me gusto mucho saludos :-)

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